sábado, 27 de marzo de 2010

El sueño de Anna


Sentada, sola, apenas llegaba a sus oídos el eco de un murmullo que no pudo discernir. Por un momento pensó en la voz de su padre. ¿por qué su padre?, se preguntó en su interior, cuando de repente, así como así, se dio cuenta de que lo que oía, (empezaba a aclararse mejor), era una multitud de voces masculinas que provenían como un torbellino de la biblioteca municipal, que estaba a unos metros de ella. Se dio vuelta, dispuesta a pararse. A tan sólo unos pasos, podía penetrar en el sendero rojo que conectaba el parque, donde ella apaciblemente se encontraba leyendo un libro, y desde donde podía ver la famosa biblioteca, imponente que surgía entre dos pinos fuertes y erguidos. “No te atrevas, no te dejarán entrar, está prohibido para ti”.
Anna despertó sudorosa por el calor del verano que se hacía cada vez más intenso con el paso de los días en la isla. Ese extraño sueño agitaba sus sentidos casi todas las noches. Pero lo extraño era que en su memoria sólo se presentaban pequeños fragmentos del sueño. Tuvo la débil sensación de que había mucho más.
Se preguntaba, se cuestionaba una y otra vez sobre el significado de las réplicas de un sueño que no llegaba a ser aterrador, pero que aún así, la perturbaba. Recordó, esa mañana, mientras se servía una taza de té helado, el día en que se enteró de la triste noticia de la muerte de su padre. Tuvo que viajar del pequeño pueblo donde vivía al otro lado del globo. El viaje en avión a veces se vuelve cansador, más aún cuando las ansias de llegar se convierten en una rara obsesión.
“Padre, sólo te tenía a ti, eras el único que quedaba en mi solitaria vida…” fueron sus palabras de despedida en el funeral, dejando al descubierto entre toda la gente que lo que importaba era ella, frágil y desprotegida, antes que la pérdida de un hombre que marcó los cambios en la historia de la medicina actual.
“¿Qué habrán pensado los demás?”, pensó Anna, dos años después del trágico acontecimiento, traumático para ella, mientras sorbía el último trago de su te helado. Pero tomó la firme postura de que ya no le importaría lo que pensara la gente, ya que ahora, se trataba de ella sola y su pequeño mundo construido por y para ella en un lejano pueblo, donde nadie la conocía, porque Anna se había convertido de un día para el otro en una mujer tímida y ermitaña, no solía hablar con alguien, a menos que valiera la pena o fuera necesario hacerlo. Anna siempre se consideró una mujer de pocas palabras, seria e introvertida, solía huir del bullicio, de la muchedumbre, sus únicas amigas eran dos personas que conoció en su trabajo. Cuando le preguntaron en su primera entrevista por qué quería ese empleo, ella respondió, que le gustaba escribir, simplemente, escribir.
Para Anna la vida tenía su sentido pleno cuando sabía que nada le trastornaría la rutina de caminar hasta su trabajo que quedaba en una modesta oficina de una empresa cuyo nombre era difícil de pronunciar, a una hora de la pequeña pensión donde vivía, en una calle tranquila, de tierra, surcada por árboles florecidos.” Anna no tiene vida propia”, se decía frecuentemente a sí misma cada mañana, cuando despertaba. Pero Anna no era ella sin esa vida, que transcurría de la casa al trabajo, del trabajo a la casa. No obstante, ese día, no tenía que ir a trabajar ya que era domingo y como estaba soleado iría a caminar por el parque, ese mismo parque que aparecía noche tras noche en sus pálidos sueños. Pero, había una diferencia, ese parque con un césped verde turbio, no limitaba con ninguna biblioteca, sino que miraba al río: un río inmenso que muchas veces le sirvió a Anna de inspiración para escribir su tan pero tan ansiada novela, novela que nunca pudo terminar. En cada “tiempo libre”, como decía ella, (ya que no tenía otra cosa que hacer) se ponía a teclear en la computadora la controvertida historia de la extraña relación entre una escritora famosa de cuarenta años y un fanático, adolescente que admiraba su obra.
Así que se dispuso a salir, respirar el aire de la calurosa mañana y caminar, tan sólo eso, caminar, entre pausas y silencios. Mientras caminaba, pensaba. Los pensamientos se enredaban en su mente: el sueño, la aletargada e imposible novela, su padre, el sueño, otra vez
Las horas pasaron, el sol comenzó a declinar en el horizonte y estiraba sus manos color mate que acariciaban el río brillante. Anna pensó en los motivos por los cuales no podía terminar su ansiada novela, que se hacía esperar y descansaba en su escritorio de pino verde. No tenía motivo alguno, ella lo sabía en el fondo. Muchas veces se preguntó porqué había elegido la solitaria vida en un monótono pueblito que se perdía en una isla alejada de todo. Ella sabía la respuesta: Eligió estar distanciada de la presencia agobiante de su madrastra. Anna era única hija de un matrimonio que nunca funcionó, y cuando murió su madre, aquejada por un cáncer que la fue consumiendo poco a poco, no reprochó a su padre, aún cuando tenía motivos más que suficientes para hacerlo, por el abandono al que se sintió sometida, cuando ella era tan sólo una adolescente. Por el contrario, amaba profundamente a su padre y sentía su ausencia, ahora que la edad surcaba su frente, ahora que todo se hacía más difícil. Pensó, por un instante, por qué no se arriesgaba nunca a soltarlo, ¿por qué con el paso del tiempo, seguía atormentándole la imagen viva de su padre? Sólo por un momento, pensó en su eterna sonrisa, en la sana amistad que siempre los unió. Anna sabía que en su interior, el hilo umbilical entre ella y su padre, jamás se cortaría. Quizás por eso nunca decidió unirse a nadie, a ningún hombre de los tantos que la deseaban y con los que simplemente se permitía vivir una aventura pasajera. Quizás porque sabía que el estilo de hombre que ella deseaba se asimilaba a al de su padre y no había encontrado a nadie capaz de igualársele. Con el tiempo, quizás, ese hilo se debilitaría y desaparecería, pensaba, mientras una rama seca, del color de la miel, se quebraba entre sus manos.
El ocaso dejó sus últimos trazos en el paisaje verde, y Anna se dispuso a regresar a su hogar. Aunque no esperaba ninguna llamada, nunca olvidaba llevar a cuestas el celular. Sorprendentemente, recibió un mensaje de Lina: “te pasamos a buscar, daremos un paseo en auto”. Como saliendo de un profundo letargo, recordó que de vez en cuando solía reunirse con sus únicas amigas del trabajo, las únicas que podían llamarla y sacarla de su “solitaria cueva” un domingo.
Cuando entró a su habitación, se quitó los auriculares, en ella sonaba una lejana y triste canción, de esas que tanto le gustaban y que le llegaban muy adentro del alma. “No puedo olvidar”, “puedo verlo en mi mente”, “no puedo mirar”, “Sé que he lastimado” “No existe perdón…”, susurró Anna por lo bajo.
No había tiempo para elegir qué ropa ponerse. Anna era una mujer de sencillas decisiones y no le gustaba andar titubeando con los atuendos. De repente, escuchó que alguien golpeaba la puerta: era Laura. “Oíme”, dijo efusiva, ”¿aún no estás lista?
El tiempo para Anna no era precisamente un reloj de arena. Para ella el tiempo transcurría lentamente, como su personalidad paciente y silenciosa, como en otro espacio, como en un universo infinito donde no existían los límites, ni los inicios, ni los finales determinantes.
“Las horas no brillan para mí” dijo con un tono burlesco, “pasen”. Tiempo después, sus amigas entenderían el sentido de la extraña frase que soltó Anna, al tiempo que su mirada parecía perderse en el vacío.
El paseo le resultó aburrido a Anna. Como siempre, sus pocas palabras no lograban formar parte de las caóticas conversaciones de sus comunicativas amigas. Aunque sí pareció interesarle un tema que giraba en torno al complejo de Edipo y de una tal Electra, o algo así. Pronto esgrimió, que las abandonaba porque estaba algo cansada, ya que últimamente no había podido conciliar el sueño durante las noches. Las comprensivas amigas no quisieron escudriñar en sus asuntos y no insistieron demasiado dadas las circunstancias.
“Está bien”, dijo Lina, “vemos que hoy no estás con todas las luces”.
Anna las dejó allí, prefería estar sola, mientras contemplaba a sus amigas alegres y risueñas. A cierta distancia, las visualizó bebiendo vino a orillas del río, donde tantas veces, en un tiempo atrás, cuando aún no era huérfana, disfrutaba ella también, y se embriagaba con los tragos que ella misma preparaba y que tanto le gustaban. Ahora ya no era esa persona, ya no era esa mujer posmoderna, a la que le daba lo mismo, las idas y venidas, las relaciones causales y sus efímeras consecuencias. No logró recordar cuándo comenzó a cambiar, cuándo fue que perdió la capacidad de vivir el presente, el día a día y sintió una obsesiva inclinación hacia el pasado, al viejo y eterno pasado que latía en su memoria, avivando la angustia, conservando el incansable deseo de retener los pocos recuerdos que la hacían sentir bien.
Se dejó caer en su sillón de cuero verde, en la sala penumbrosa, dejó caer también el vaso de vino blanco que se había servido, con la intención de ir a dormir más tranquila y relajada después de beber, como era su costumbre. Sus ojos lejanos se perdieron de nuevo en la oscuridad de la noche, iluminada por las escasas estrellas que se dejaban ver a través de la amplia ventana. Recordó la última vez que había soñado el mismo sueño, recordó el sendero rojo que la conducía a la laberíntica biblioteca donde le estaba vedada la entrada, recordó el libro que estaba leyendo, y descubrió en el libro la novela de su propia autoría, que narraba la historia de los amantes cruelmente finalizada. Recordó la voz masculina que se perdía entre otras voces, recordó su propia voz gimiendo palabras ininteligibles. Entonces, pudo ver claramente, no sabía si era un efecto del vino que aún mojaban, dulcemente, sus labios o si por fin la clarividencia llegó a su cansada conciencia y le permitió ver lo que no había podido ver, lo que tanto perturbaba sus días y sus horas. Pudo darse cuenta, por fin, que su propia historia se borraba línea a línea, y que la persona que había estado soñando no era ella, sino su padre por cuyas venas aún corría sangre caliente. Todo lo que anhelaba, ahora, era sumergirse de nuevo en ese sueño y volver a sus raíces, al principio de todas las cosas, para volver a nacer, porque ahora no era ella, aún no le habían otorgado el elixir de la existencia. Ella surgiría con la mañana siguiente para convertirse en lo que no deseaba ser: una ermitaña mujer que vivía en un pequeño pueblo, aislada del mundo.





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